jueves, 8 de diciembre de 2011

CAPÍTULO 28.

SIN PARAR.
Tras escuchar una explosión el Juez, su secretaria y los dos soldados salieron del camión para ver que ocurría. Apenas les dio tiempo a cerrar las puertas traseras antes de que estas se les lanzasen encima a una velocidad endiablada. Los soldados haciendo gala de unos reflejos y entrenamiento encomiables se lanzaron al suelo con un sincronismo perfecto, el juez a su vez se lanzó al suelo llevándose consigo a Sanne, su secretaria. Los cuatro vieron pasar los bajos del camión demasiado cerca, mención especial de la Betty Boop peliroja vestida como Leia que tuvo que aplastarse con las manos las tetas por miedo a que los ejes del camión se las llevaran consigo. Al segundo el camión había desaparecido diendo paso a una honda de fuego que –otra vez- les volvió a pasar por encima, quemando solo las vendas de las manos de Sanne.
Y así, quedaron en el suelo acostados dos soldados con sus uniformes a lo SWAT cogiditos de la mano, mientras el juez vestido aún solo con taparrabos y una pistolera sobaquera echaba mano a su Luger y Sanne con su biquini metálico movía las manos frenéticamente para apagar su pequeño incendio doméstico.
Todos ellos con la boca desencajada miraban el cielo; varios aviones desguazados y rebozados con fuego les caían encima junto con toda su carga prendida de un fuego que iluminaba a cientos de blondis que reían desquiciadas mirando como el suelo se acercaba hacia ellas. Los soldados se pusieron de pié de un ágil salto mientras que el juez y Sanne se levantaron apoyados el uno en el otro, los cuatro empezaron a correr mientras caían wáteres, maletas, trozos de avión y cajas fuertes.
Las cosas caían a su alrededor haciendo retumbar la autopista a base de brutales impactos, una descomunal ala con un enorme 86 pintado cayó delante de ellos lanzándolos de espaldas. Su carrera había terminado pues el enorme escombro ocupaba todos los carriles de autopista. Intentaron cambiar el rumbo pero un piano –marca Acme- cayó sobre uno de los soldados aplastándolo como un mosquito. Los otros quedaron en shock, rociados de tripas y sangre de su excompañero al mismo tiempo que una lluvia de blondis caía a su alrededor. Bastantes de ellas se estampaban como sellos en el asfalto de la carretera, otras caían atadas a sus asientos quedando libres cuando estos se hacían añicos por el golpe.
De esta forma, en apenas unos segundos quedaron rodeados por cientos de blondis que se acercaban a ellos cojeando y otro tanto de estas arrastrándose hacia ellos desde el suelo, minando con su presencia cualquier salida.

Al corrió la cortina de detrás los asientos y ella junto a León se internaron en el pequeño cuartito donde esta descansaba por las noches. En aquella pequeña estancia Li había estado cuidando al bebe y era lo último que habían sabido de ella antes de que apareciese blondificada, antes de perderla. Cuando la luz de las estrellas invadió el pequeño habitáculo vieron que la cama estaba vacía, en ella solo reposaba la bellísima espada de Li. Al la cogió, la sostuvo en sus manos observando sus pequeños dibujos, las filigranas de su empuñadura, la tela que la enrollaba. Era una buena espada, tal como había sido su dueña. Con pesar por el recuerdo de lo ocurrido se la entregó a León y este se colgó la funda a la espalda mientras la espada relucía con la luz de las estrellas en su mano.
-Esta es mía- le dijo apuntando con el afilada arma a la oscuridad que se cernía bajo la cama. Al asintió, cogió la litera y de un golpe seco la levantó. Allí abajo, medio escondida por la oscuridad y por las sábanas, había una clara figura femenina de la que asomaba una cabellera rúbia. León apartó las mantas y bajó la espada de un estocazo rápido, que se frenó justo en el tabique de la nariz, entre ojo y ojo. A pesar de la mala iluminación no había posibilidad de error, el rostro iluminado por el reflejo de la espada era el de Li. A pesar de que el color de su piel fuera el de Leroy, de que sus ojos fueran azules y su pelo del color del trigo, no había duda posible. León aparto la espada y cayó sobre su propio trasero, creyendo seguramente que se estaba volviendo loco, pero Al veía lo mismo. De hecho tiró de la manta y fue descubriendo aquel cuerpo que conservaba las medidas atléticas y armoniosas de la joven y no las rotundas y casi desproporcionadas curvas de las blondis.
-¿Qué…es esto?- Preguntó Al mientras apuntaba a aquel engendro con cazamamuts.

El helicóptero de doble hélice cruzaba la noche iluminando con sus focos el bosque que estaba sobrevolando.-Coronel, todavía nos siguen- Observó uno de los soldados que controlaba las enormes luces con las que barrían el terreno bajo ellos. Allí, entre los árboles, decenas de esas zorras corrían tras el helicóptero. Podían oir las risas que siempre las precedían, no eran lo suficiente inteligentes como para saber que las delataban y tampoco eran lo suficiente inteligentes como para rendirse en ninguna ocasión, bajo ningún concepto, y eso las hacía sumamente peligrosas.
El Coronel observó su carga. La carga… era difícil llamar así a los quince niños que le devolvieron la mirada. Sus edades oscilaban entre los diez y trece años y sabían lo que sucedía. Lo sabían en todos los sentidos y a todos los efectos. No por nada sus coeficientes intelectuales rozaban la escandalosa cifra de doscientos, duplicando la media del ser humano. Esos niños lo sabían porque científicos adultos, pero menos inteligentes que ellos, habían hecho sus cálculos. Cuando una persona normal se convertía en una de esas putas, se volvía rubia, de ojos azules y estúpida. Perdía prácticamente toda su inteligencia guiándose solo por el instinto. Pero ¿Qué sucedería si la persona blondificada era un puto genio como Voltaire o Isaac Newton?. Pues que por drástica que fuera la reducción de inteligencia, seguirían siendo inteligentes.
Al Coronel se le erizó la piel solo de pensar en aquella posibilidad, aquellas hijas de puta ya eran lo suficientemente duras como para tener más ventajas; soportaban ser acribilladas, atropelladas y cortadas a trozos así que solo les faltaba que supieran devolverles los disparos o que de alguna manera sus hermanas listas las coordinaran.
Los quince niños lo miraron, habían hecho cuentas. Los kilómetros recorridos, los dos infructuosos intentos de repostar, la distancia a la que estaban de cualquier ciudad. No iban a llegar y sabían que la orden del Coronel era que no debían caer en manos de esas zorras bajo ningún concepto.
El Coronel besó la cruz que colgaba de su cuello y le pidió fuerzas a Dios, aunque sabía que precisamente él sería el último en dárselas para hacer lo que tenía que hacer.

La Luger del Juez era la única arma de fuego que llevaban consigo mientras la amenaza rubia se cernía sobre ellos, pues se habían dejado todo el equipo –ordenadores incluidos- en la “salita” del camión. El soldado se sacó un cuchillo de filo negro del tobillo, seguramente de fibra de carbono mientras Sanne cogía del suelo un palo de golf metálico salido de alguna de las maletas. Los tres se pusieron en guardia, aquellas zorras se lo iban a tener que currar si querían acabar con ellos.
Empezaron a sonar los disparos, el sonido seco del palo de golf machacando cabezas y el silbido del cuchillo del soldado cortando miembros. Pero nada acababa con ellas y caían a sus pies sumándose a las demás rubias víricas que se arrastraban, en apenas unos minutos las balas se acabaron por lo que empezó la cuenta atrás en la que serían superados.
Algo sonó en el aire, como dos “clicks”, y en un momento una lluvia de balas empezó a azotar a aquellas zorras ninfómanas. Miraron hacia el cielo para ver como descendían dos mujeres que parecían sujetarse de un enorme balón de playa hinchado. Apenas se veían en la oscuridad pues eran mulatas y solo las iluminaba el destello de sus propios disparos. Cada una de ellas disparaba con la mano libre con la que no se cogía a aquel enorme balón-globo, así pues una de ellas era diestra y la otra zurda. El balón giraba sobre si mismo mientras descendía así que las ráfagas dibujaban círculos de sangre en el suelo, cada vez más pequeños a la vez que iban bajando; era toda una tarea de limpieza.
La nueva ayuda dio esperanzas y fuerzas a nuestros tres protagonistas, que empezaron a defenderse con todo lo que tenían, codazos, rodillazos, dedazos en los ojos; cualquier cosa valía en aquellos momentos desesperados.
La inesperada ayuda ya estaba más cerca de tierra, donde vieron que aquello no era ninguna enorme pelota de playa. Parecía una descomunal toga hinchada por el viento que hacía de paracaídas, mientras que aquello a lo que se sujetaban las mulatas eran dos pequeños piececitos.
-¿Es un globo?- Dijo el soldado -¿Será un zepellin?- Preguntó la secretaria -No, ¡¡Es King Sudáfrica!!!- afirmó el Juez en el mismo momento que este tomaba tierra, con sus enormes gafas oscuras y su batamanta que tenía dibujado un mapamundi casi a tamaño real en el que áfrica le caía sobre el pecho.
¡MaaaaaaaaaaaaTaaaaaaaaaaaaaaaaaarrrrrrrr!!!!- gritó King Sudáfrica mientras sus dos gogos –con enormes y naranjas pelos afro y vestidas con tops y pantalones cortos- guardaban sus Akas a la espalda y empezaban a pelear a machetazo limpio al son que cantaba su jefe –Mata-mata-mata sin parrrraaaaaaaaaaarrr…de mataaaarrrr-. La pelea se convirtió en un caos y luego en algo peor, los miembros de las blondis volaban cercenados mientras los tres recién llegados correteaban danzando y bailando entre las blondis –sin mataaaaarrrr…de parrrraaaar..mata-mata-mata…- Y así, de esta guisa, los seis se abrieron paso hasta salir de la maldita autopista y internarse en la oscuridad.

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