jueves, 25 de febrero de 2010

CAPÍTULO 16.

CEMENTERIO DE MALETAS.
Una explosión de estática despertó a Leroy que dormía plácidamente sobre una capa de cristales. La cabeza le ardía al igual que la mejilla. Se frotó los ojos pues apenas podía ver nada, le escocían como el demonio. Se quitó los cristales rotos que se le habían clabado en el rostro y la cabeza, y con la manga de uniforme de preso se limpió el rostro de la sangre que se le colaba por los ojos y la boca.
El tintineo de las esposas de sus muñecas le ayudó a recordar, no era una zorra pesadilla. Miró hacia arriba y el asiento sobre el que una vez había estado sentado le devolvió la mirada.
La radio del coche patrulla empezó a carraspear estática. Leroy intentó evaluar la situación, sus tres acompañantes habían perdido el sentido con aquel golpe. El policía yacía k.o a su lado, mientras que el loco que conducía y la china estaban enrollados en sus cinturones de seguridad. Era un buen momento para escapar pero a la vez había visto la ciudad. Esta parecía invadida por un zillón de zorras rúbias locas y le iba a ser muy dificil salir de esa mierda solo. No, debía seguir en equipo, al menos por ahora.
Cuando recordó a aquellas locas Leroy hechó un vistazo a la calle a través de los cristales rotos. No había ni un solo vehículo en toda la calle, pero el suelo estaba cubierto de maletas abiertas con la ropa desparramada por el suelo, como extraños animales muertos con sus tripas cubriendo el suelo.
Y al menos un centenar de rubias tropezando una y otra vez con las pobres maletas que debían de estar hasta los cierres de ellas. Así que delante del coche patrulla había una multitud de rubias riendo felizmente ante el fin del mundo y detrás del mismo, había unas veinte de aquellas zorras colegialas cojeando y arrastrándose medio rotas hacia el vehículo.
Debía de pensar bien en su próximo movimiento porque estaba rodeado, solo lo mantenía con vida el hecho de que para aquellas rúbias de delante tropezar con maletas y darse de tetas contra el suelo fuera más divertido que investigar el vehículo que acababa de estrellarse cerca de ellas. Pero las colegialas hipervitaminadas sí eran un problema y cuando se enfrentara a ellas se le unirían las demás.
Con dos puñetazos partió la mampara que le separaba de los asientos delanteros, estiró el brazo como pudo hasta alcanzar la radio que seguía crepitando de estática.
SOS.... necesitamos ayuda. Coche patrulla asediado a mitad de la calle Steiner, necesitamos ayuda.
Varias manos empezaron a golpear el cristal tras Leroy que se arrastró sobre los cristales rotos, pasando por el hueco de la mampara rota y por debajo de los cuerpos aun inconscientes de la asiática y el loco. Con una patada sacó el parabrisas delantero que cayó al suelo de una sola pieza convirtiéndose en la improvisada puerta que necesitaba. Nada más sintió el asfalto del suelo rodó sobre si mismo para salir rápidamente de debajo del morro del coche patrulla y ponerse en pié.
Las colegialas habían alcanzado ya el vehículo arrastrándose por el suelo, las pisamaletas quedaron en silencio, mirándole. Y luego rieron con unos ojos llenos de deseo, lujuria y una extraña y malsana inocencia. Como si todas fueran ninfómanas bisexuales que no pudieran evitar lanzarse sobre todo el mundo arrastrándolos con ellas a la muerte y que de alguna manera subconsciente eran conscientes de ello y habían decidido tomarselo con humor. Con mucho humor.

No había lugar donde esconderse, ni vehículos estacionados, ni entradas de garaje. Leroy cogió el coche patrulla por el parachoques y empezó a arrastrarlo alejándolo de las colegialas pero acercándolo a las rúbias de la calle. El techo del coche rascaba el suelo trazando líneas en el mismo y llenando el suelo de cristales rojos y azules de las luces de emergencia.
Leroy tiraba con toda su fuerza sin saber exactamente hacia donde huir o que hacer... y entonces el parachoques se desprendió del vehículo dejándolo totalmente vendido.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que ninguna de aquellas zorras se fijaba en el coche, no parecían haberse dado cuenta de que allí dentro había tres víctimas potenciales más.
Una fina y limpísima mano le cogió de los pantalones desde el suelo y empezó a tirar de ellos hasta que su rubia cabeza se convirtió en poco menos que un chicle pegado contra el suelo. Leroy la había aplastado de un brutal golpe con el parachoques.
Este empezó a correr hacia la otra parte de la calle, quizás pudiese alejar a esas fúrcias del coche y luego meterse en algún edificio. La idea era buena pero en apenas unos segundos se vió completamente rodeado por aquella marea de rubias. Vestidas de policías, de colegialas, de luto, de secretarias, de obreros. Vestidas como la vecina del quinto, como el repartidor de leche, como estudiantes. Desnudas y medio desnudas, con tallas de ropa excesivamente grandes y otras excesivamente pequeñas, con albornoces, con ropa interior de hombres y de mujeres.
El parachoques era una mancha reluciente, apenas un borrón de movimiento. Golpeaba y aplastaba, aplastaba y golpeaba. Pero ellas se volvían a levantar riendo, siempre riendo.
Golpearlas en la cabeza era el golpe menos eficaz de todos, buena cuenta de ello era la rúbia que volvía a tirar de sus pantalones con un amasijo de carne, asfalto y pelo rúbio por rostro. Parecía que el cerebro para ellas era el menos vital de los órganos, no parecían hecharlo de menos.
Aún así, las más castigadas por los brutales golpes de aquella enorme barra de acero que era el parachoques acababan cayendo al suelo, puede que muertas, puede que no. El enorme preso negro al final se vió obligado a ir “subiendo” encima de la pequeña montaña de rúbias muertas que se había formado a sus pies, mientras las demás seguían intentando alcanzarle. Aquellas estúpidas se lanzaban contra el con los brazos –y los labios- abiertos, o se arrastraban por el suelo de manera lujuriosa pese a tener los huesos rotos. Pero nunca se rendían ni se cansaban y su risa se le clavaba en el cerebro, ya que al reir tantas de ellas juntas su risa se asemejaba más a un zumbido que a algo humano.
Tras casi media hora de encarnizada batalla Leroy apenas tenía fuerzas para tenerse en pié y varias de ellas consiguieron coger entre sus brazos y sus tetas el parachoques.
Todo se había acabado para él cuando apareció al final de la calle un enorme trailer que se dirigía directamente hacia su posición, segundos después ya lo tenían delante donde aquel monstruo de 16 ruedas frenó de repente, ladeando primero la cabina delantera y luego apareciendo de detrás de la misma el enorme contenedor.
Leroy saltó con los dientes apretados lo más alto que pudo para recibir mucho antes de lo esperado el lateral de aquel tráiler que lo golpeó con ferocidad pero al que pudo sujetarse agarrándose a varias cuerdas que sujetaban el toldo.
Fue una auténtica carnicería, al frenar tan de repente aquel tráiler había hecho “la tijera” de manera que el monstruoso vehículo había derrapado a lo largo de media calle golpeando y arrollando con toda su longitud a aquellas zorras. La sangre misma y los cuerpos de las rúbias había servido de inprovisado lubricante bajo las ruedas para que estas siguieran derrapando sobre un mar de cuerpos mutilados.

Minutos después de que todo quedara en silencio Leroy se dejó caer al suelo. Aún olía a neumático quemado y 16 humeantes líneas negras atravesaban una calle cubierta de carne triturada. Escuchó como una puerta se cerraba y cuando se giró hacia el ruido vió a otra de esas rúbias frente a él. Esta se lo quedó mirando.

Tio, ¿sabes donde venden tinte para el pelo?

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